sábado, 2 de diciembre de 2006

CATEQUESIS NOVISIMOS

El teólogo Cándido Pozo habla sobre la catequesis del Papa
El infierno y el purgatorio
Las reacciones de perplejidad ante las catequesis del Papa sobre cielo, infierno y purgatorio nos han aconsejado acudir a un profesor de Teología, especializado en el tratado que se ocupa de las realidades últimas: el padre jesuíta Cándido Pozo, profesor de la Facultad de Teología de Granada (anteriormente profesor también en Roma en la Pontificia Universidad Gregoriana), a quien el Papa acaba de llamar al próximo Sínodo de los Obispos sobre Europa, y autor de dos libros sobre estas materias:
Teología del más allá (tres ediciones en España, cinco en Roma y recientemente traducido al croata en Sarajevo) y La venida del Señor en la gloria (Valencia, dos ediciones).
¿Hay elementos en la doctrina de Juan Pablo II sobre cielo, infierno y purgatorio que expliquen el impacto que ha producido en la opinión pública?

Supongo que el tema que más ha llamado la atención en no pocos ambientes ha sido la afirmación de que estas realidades no son un lugar, sino un estado. Pero confieso que me ha sorprendido tanta perplejidad ante una afirmación que no es precisamente nueva. Es lo que se venía enseñando en teología, con plena unanimidad, desde hace muchísimo tiempo. Ya san Agustín escribió: Sea Dios mismo, después de esta vida, nuestro sitio. Hans Urs von Balthasar comentaba espléndidamente la frase agustiniana: Dios es la "realidad última" de la creatura. Como alcanzado es cielo; como perdido, infierno; como examinante, juicio; como purificante, purgatorio. El primer tratado que se escribió en la Iglesia sobre las realidades últimas, lo hizo, en España, el año 688, san Julián de Toledo, después de una conversación en Toledo con Idalio, obispo de Barcelona, que se había desplazado a la capital del reino visigodo con ocasión del XV Concilio de Toledo. Es curioso que san Julián insista en que se evite el fundamentalismo en la manera de concebir las realidades posteriores a la muerte. Él sabe que infierno significa etimológicamente lo que está debajo; pero advertirá que no se tome la expresión al pie de la letra como localización del infierno. Lo bajo en un sentido espiritual es lo triste: de la misma manera que en lo corporal lo pesado va abajo, así lo que apesadumbra el alma, lo deprimente, lo triste, es lo que espiritualmente se considera abajo. Para san Julián de Toledo el fuego del purgatorio no es material, sino una metáfora para expresar el sufrimiento del alma que se purifica. Tampoco el valle de Josafat es una denominación geográfica, ya que Josafat significa el juicio del Señor. Lo que llama la atención es el talante contrario a una mentalidad fundamentalista que sería la que verdaderamente crea dificultades: ¿Se ha pensado en serio la impresión de aglomeración de un cielo concebido como lugar para todas las generaciones que han existido desde la creación del hombre? El alma que sobrevive al hombre, es una realidad espiritual (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 14; Pablo VI, Profesión de fe, 8).

Algunos han creído poder descubrir en la catequesis de Juan Pablo II sobre el infierno una especie de atenuación de los sufrimientos que se atribuían a la condenación, como también una cierta tendencia favorable a un infierno vacío.
En cuanto a la atenuación de sufrimientos, el Papa se ha limitado a advertir de la necesidad de estar atentos a la índole metafórica de determinadas expresiones que la Sagrada Escritura utiliza. Ya hace veinte años (mayo de 1979), la Congregación para la Doctrina de la Fe en su carta Recentiores Episcoporum Synodi, dirigida a los miembros de las Conferencias Episcopales del mundo entero, explicaba el fuego del infierno como la repercusión de la privación de la visión de Dios sobre todo el ser del condenado. Opinar que con ello se atenúa la seriedad de la condenación, sólo puede hacerlo quien subvalore todo sufrimiento que no sea físico. Lo que sí aparece en esta perspectiva es que la doctrina de fe sobre el infierno no implica una concepción de Dios que se complazca en torturar a sus hijos pródigos con un tormento infligido desde fuera. Es el hombre el que se cierra a Dios y se aleja de Él; la conciencia de haber errado el camino, que será nítida en la otra vida, más el aislamiento escogido por quien pretendió suplantar el puesto de Dios, constituyéndose egoísticamente en centro, implica el dolor eterno. Me cuesta trabajo entender que se considere esta situación como leve.

En cuanto al pretendido infierno vacío, Juan Pablo II lo rechaza. Explícitamente habla de unos condenados que son los ángeles caídos, los demonios, seres espirituales y libres (ignoro cómo ha podido llegarse a escribir que el Papa no afirmaba la existencia del demonio). Con respecto a la condenación de hombres, se limita, sin embargo, a reconocer que la Iglesia no tiene una especie de poder de hacer canonizaciones al revés, es decir, de declarar quién se ha condenado, de modo paralelo a aquel con que declara que un santo se encuentra en la bienaventuranza eterna. Por lo demás, si el infierno es un estado y no un sitio, no puede decirse simultáneamente que se admite el infierno, pero que está vacío; un estado que no se diese en nadie, simplemente no existiría.

¿Tiene el Papa una nueva perspectiva sobre el purgatorio?

Quizás pueda señalarse un desplazamiento de la idea del purgatorio como castigo a la del purgatorio como purificación, pero éste es un tema absolutamente tradicional. La afirmación del Salmo 15, 1-2 sobre la necesidad de no tener mancha alguna para entrar en la morada de Dios, era interpretada ya en el siglo III por Orígenes como referida al tabernáculo celeste. Por otra parte, la más profunda explicación de la teología del purgatorio se debe a una mujer, a santa Catalina de Génova (no se la debe confundir con la Doctora de la Iglesia, santa Catalina de Siena). Para ella, el purgatorio se refiere a almas que han muerto en gracia y que, por tanto, aman a Cristo. Ese amor se hace plenamente consciente al morir. Pero las manchas veniales o de pecados mortales perdonados y no plenamente purificados, impiden el encuentro con el Señor, la persona amada. Quien ama y se ve retardado de poseer a la persona amada, sufre. Y ese sufrimiento lo purifica. El purgatorio puede definirse como la purificación en el amor y por el amor. Este pensamiento es además frecuente en los místicos (por ejemplo, en san Juan de la Cruz) cuando establecen un paralelismo entre la purificación del purgatorio y ciertas purificaciones que tienen lugar en experiencias místicas, llenas de amor entre el alma y Cristo.

Alfa y Omega


Audiencia General
Miércoles 4 de agosto de 1999

1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.

Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).



2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).

La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere.

El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1Co 3, 14-15).

3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica rea izada por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11).

El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada

única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).

6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.


El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios

1 . Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, "esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama 'el cielo'. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha"(n. 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.

2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).

En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, ,tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).

Catequesis del Papa sobre el Cielo
Miércoles 21 de julio



El infierno como rechazo definitivo de Dios

1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, a sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Le 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el Ebro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1,9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de, la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «o». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa ( ... ), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».

Catequesis del Papa sobre el Infierno
Miércoles 21 de julio



El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios
1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.

Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).

2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).

La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere.

El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1Co 3, 14-15).

3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica rea izada por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11).

El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada

única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).

6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.



EL PURGATORIO

Estado transitorio de purificación necesaria para aquellos que, habiendo muerto en gracia de Dios y teniendo segura su salvación, necesitan mayor purificación para llegar a la santidad necesaria para entrar en el cielo. Esta purificación es totalmente distinta al castigo del infierno. El purgatorio es doctrina de fe formulada en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). Los que mueren en gracia y amistad de Dios pero no perfectamente purificados, sufren después de su muerte una purificación, para obtener la completa hermosura de su alma (Catecismo 1030).

Dios creó los seres humanos para que disfruten de su Creador viéndole en la Gloria. Sin embargo todos hemos pecado y en esa condición no se puede entrar en el cielo, pues nada manchado puede entrar en el Cielo; por lo cual, todos necesitamos la redención de Jesucristo para poder ir al cielo. Jesús nos purifica con el poder de su Sangre para poder ser admitidos al cielo. La salvación es posible solo por medio de Jesucristo. Si morimos en gracia de Dios es porque hemos recibido esa gracia por los meritos de Jesucristo que murió por nosotros en la cruz. La purificación del purgatorio también es gracias a Jesuscristo.

El purgatorio es necesario porque pocas personas se abren tan perfectamente a la gracia de Dios aquí en la tierra como para morir limpios y poder ir directamente al cielo. Por eso muchos van al purgatorio donde los mismos méritos de Jesús completan la purificación.

Dios ha querido que nos ayudemos unos a otros en el camino al cielo. Las almas en el purgatorio pueden ser asistidas con nuestras oraciones.

Fundamento Bíblico
La doctrina de la Iglesia sobre el Purgatorio encuentra fundamento en la Biblia, cuando esta se sabe interpretar correctamente:

El texto del 2 Macabeos 12, 43-46 da por supuesto que existe una purificación después de la muerte.

(Judas Macabeo) efectuó entre sus soldados una colecta... a fin de que allí se ofreciera un sacrificio por el pecado... Pues... creían firmemente en una valiosa recompensa para los que mueren en gracia de Dios... Ofreció este sacrificio por los muertos; para que fuesen perdonados de su pecado.

Asimismo las palabras de nuestro Señor:

El que insulte al Hijo del Hombre podrá ser perdonado; en cambio, el que insulte al Espíritu Santo no será perdonado, ni en este mundo, ni en el otro. Mt 12,32.

Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo. Lucas 12,58-59

En estos pasajes Jesús hace referencia a un castigo temporal que no puede ser el infierno ni tampoco el cielo.

Se llega a semejante conclusión en la carta de San Pablo, 1 Corintios 3, 12-13:

Pues la base nadie la puede cambiar; ya está puesta y es Cristo Jesús. Pero, con estos cimientos, si uno construye con oro, otro con plata o piedras preciosas, o con madera, caña o paja, la obra de cada uno vendrá a descubrirse. El día del Juicio la dará a conocer porque en el fuego todo se descubrirá. El fuego probará la obra de cada cual: si su obra resiste el fuego, será premiado; pero, si es obra que se convierte en cenizas, él mismo tendrá que pagar. El se salvará, pero como quien pasa por el fuego".

De manera que hay un fuego después de la muerte que, diferente al del infierno, es temporal. El alma que por allí pasa se salvará. A ese estado de purgación le llamamos el "purgatorio".

1 Cor 15,29: "De otro modo, ¿qué harán los que se bautizan por los muertos, si en ninguna manera los muertos resucitan? ¿Por qué pues se bautizan por los muertos?"

La palabra "bautismo" es utilizada aquí como una metáfora para expresar sufrimiento o penitencia (Mc 10,38-39; Lc 3,16; 12,50). Pablo escribe sobre una práctica entre los cristianos de "bautizarse" por los difuntos. El no la condena, si no que la exalta como válida porque demuestra fe en la resurreción.

Compare 1 Cor 15,29 con 2 Macabeos 12,44 y verá la similitud.

Muchas almas a la hora de la muerte tienen manchas de pecado, es decir merecen castigo temporal por pecados mortales o veniales, ya perdonados en cuanto a la culpa. La Iglesia entiende por purgatorio el estado o condición en que los fieles difuntos están sometidos a purificación.

Las almas de los justos son aquellas que en el momento de separarse del cuerpo, por la muerte, se hallan en estado de gracia santificante y por eso pueden entrar en la Gloria. El juicio particular les fue favorable pero necesitan quedar plenamente limpias para poder ver a Dios "cara a cara".

El tiempo que un alma dure en el purgatorio será hasta que esté libre de toda culpa y castigo. Inmediatamente terminada esta purificación el alma va al cielo. El purgatorio no continuará después del juicio final.

Las penas del purgatorio
Aunque no sea doctrina-definida, se mantiene como doctrina común que el sufrimiento mayor del purgatorio consiste en la "pena de ausencia", porque las almas están temporalmente privadas de la visión beatífica. Sin embargo, no hay comparación entre este sufrimiento y las penas del infierno. El purgatorio es temporal y por eso lleva consigo la esperanza de ver a Dios algún día cara a cara. Las almas lo llevan con paciencia, pues comprenden que la purificación es necesaria. Lo aceptan generosamente por amor de Dios y con perfecta sumisión a su voluntad.

Las penas del purgatorio son proporcionales al grado de pecado de cada persona. Es probable que las penas del purgatorio van disminuyendo gradualmente y aumente en ellas la alegría de la cercana entrada en el cielo. Estas almas tienen total certeza de la salvación y poseen fe, esperanza y caridad. Saben que ellas mismas están en amistad con Dios, confirmadas en gracia.

Testimonios de los Padres
Son muchos. Aquí solo presentamos unos pocos:

Cuenta San Agustín que su madre Santa Mónica lo único que les pidió al morir fue esto: "No se olviden de ofrecer oraciones por mi alma".

A San Agustín le preguntaron: "¿Cuánto rezarán por mí cuando yo me haya muerto?". El respondió: "Eso depende de cuánto rezas tú por los difuntos. Porque el evangelio dice que la medida que cada uno emplea para dar a los demás, esa medida se empleará para darle a él".

San Gregorio Magno: "Si Jesucristo dijo que hay faltas que no serán perdonadas ni en este mundo ni en el otro, es señal de que hay faltas que sí son perdonadas en el otro mundo. Para que Dios perdone a los difuntos las faltas veniales que tenían sin perdonar en el momento de su muerte, para eso ofrecemos misas, oraciones y limosnas por su eterno descanso".

San Gregorio ofreció 30 misas por el alma de un difunto. Mas tarde ese difunto se le apareció en sueños a darle las gracias ya que por esas misas había logrado salir del purgatorio.

En otra ocasión, San Gregorio, estando celebrando la Misa, elevó Hostia y se quedó con ella en lo alto por mucho tiempo. Sus ayudantes le preguntaron después por qué se había quedado tanto tiempo con la hostia elevada en sus manos y el les respondió: "Es que vi que mientras ofrecía la Santa Hostia a Dios, descansaban las benditas almas del purgatorio".

La Comunión de los Santos>>>
Los miembros del Cuerpo Místico pueden ayudarse unos a otros, mientras estén en la tierra y después de la muerte. Toda persona en estado de gracia puede orar con provecho por las benditas almas; probablemente es necesario, al menos, hallarse en estado de gracia santificante para ganar las indulgencias por los difuntos.

Nuestra oración por las almas de los difuntos solo puede ayudar a los que están en el purgatorio ya que la condición del infierno es irreversible y los que están en el cielo no necesitan oración, pero, como no tenemos la certeza si un alma está en el purgatorio o no (excepto en el caso de los que han sido llevado a los altares), es recomendable orar por todos los difuntos. Nuestras oraciones por las almas del purgatorio pueden reducir sus penas en intensidad y duración. Cuando estas almas lleguen al cielo (antes no pueden) sin duda rezarán por sus benefactores.

En las oraciones litúrgicas de la Iglesia, se invoca con frecuencia a los ángeles y a los santos en favor de la Iglesia sufriente, es decir, por las almas del purgatorio.

El Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano Segundo hizo profesión de fe en la Iglesia Sufriente diciendo: "Este Sagrado Concilio recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros hermanos que se hallan en la gloria celeste o que aun están purificándose después de la muerte".

-Padre Jordi Rivero
siervas@corazones.org

PURGATORIO EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

LA PURIFICACION FINAL O PURGATORIO >>

1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.

1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura, (por ejemplo, 1 Co 3,15; 1P1,7) habla de un fuego purificador:

Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12,31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro.

1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, (cf DS 856) para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:

Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, (cf. Jb 1,5) ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos (San Juan Crisóstomo, hom. in 1 Cor 41,5).

El Purgatorio: Purificación necesaria para el encuentro con Dios
Catequesis de Juan Pablo II
Miércoles 4 de agosto 99

1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.

Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).

2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).

La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere.

El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1Co 3, 14-15).

3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11).

El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).

6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1032).

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo Místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.



Algunas preguntas y respuestas

Si hay que purificarse en el purgatorio, ¿murió Jesús en vano?
Sr. Jordi Rivero
Su artículo del purgatorio me ha dejado confundido:
1- Mi Biblia, por razones ajenas a mi conocimiento, no tiene el libro de Macabeos, uno de los que usted cita.
2- Si el purgatorio es un proceso donde el alma se purifica para poder entrar al cielo, entonces de que sirvió que Jesús muriere en la cruz, si al final terminamos purificándonos o siendo ayudados por los santos.
3-La Biblia dice que Jesús vendrá otra vez a darle a cada uno cuanto merece, pero si ya fui al purgatorio y ya pague.
4-Por eso yo no acepto el purgatorio.

RESPUESTA
Querido hermano:
Dios te bendiga.
Si tienes reparo en llamarme "padre", te invito a que leas>>>.
Tratare de responder a cada pregunta:
1-Tu Biblia no tiene el libro de los Macabeos porque a las Biblias protestantes les faltan los libros que Lutero quito en el siglo XVI. Ver>>>>
2-El alma solo puede ser purificada por los méritos de Cristo que murió por nosotros en la Cruz. El articulo de arriba lo enfatiza. Pero esa purificación requiere cooperación, como lo vemos en la Biblia en muchos lugares. Jesús envió a sus Apóstoles a evangelizar a todos para que se salven. Los cristianos desde el principio rezan unos por otros. Esas ayudas no sustituyen la obra de Jesús sino que dependen de ella. Cuando la persona muere no termina la oración por ella. Ver "fe y obras", "reparación"
3-La doctrina del purgatorio no contradice la doctrina del juicio final. Ambas han sido siempre enseñadas por la Iglesia. Los condenados no van al purgatorio sino solo los salvos que deben ser aun purificados por el mismo Jesús, como ya explique en el numero 2
4-El criterio cristiano para aceptar las doctrinas no debe ser nuestro entendimiento de ellas sino nuestra fe en Jesucristo. El encomendó su enseñanzas a la Iglesia por medio de los Apóstoles. Creemos porque es la fe de la Iglesia.

¿Novenas a las almas del purgatorio?
¿Como puede ser que existan novenas a las almas del purgatorio?
Que Dios lo bendiga.

RESPUESTA
Las novenas no son "a las almas del purgatorio" sino "POR las almas del purgatorio". Pedimos a Dios por esas almas y se las encomendamos a María y los santos.

¿Están dormidas las almas en el purgatorio?
Padre Rivero:
Dios le bendiga.
Padre, tengo una duda, al rezarle a las ánimas del purgatorio se dice que uno salva a algunas con nuestras oraciones y claro esta con el rosario. Pero me dicen que ellas no suben al cielo pues están dormidas, esperando a que EL SEÑOR vuelva a juzgar a vivos y muertos, por favor estoy confundida.

RESPUESTA

La Tradición de la Iglesia afirma el valor de la oración por las almas del purgatorio y que éstas pueden abreviar el tiempo de purgación para ir mas pronto al cielo. Las almas en el purgatorio no están "dormidas" sino sufriendo la purgación y anhelando ir al cielo. Sobre el juicio temporal y el juicio final vea >>>. Al llegar al cielo rezan agradecidas por los oraron antes por ellas. Las almas purgatorio ya están salvadas por los méritos de Jesucristo y tienen asegurado el cielo. Nosotros solo ayudamos con nuestras oraciones y penitencias a aplicar los méritos de Jesús para apresurar su entrada en el cielo. Vea las explicaciones sobre el purgatorio, arriba.
En los Corazones de Jesús y María,
Padre Jordi Rivero

Museo del Purgatorio en Roma
Dirección: Iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio, Lungotevere Prati 12-Roma. (junto al río Tevere)

"El pequeño museo de las almas del Purgatorio" se encuentra en Roma, en el Iglesia dedicada al Sagrado Corazón del Sufragio.
Allí se encuentran objetos con impresiones de fuego del purgatorio. El padre Víctor Janet los comenzó a recoger en 1897 para demostrar la existencia del mas allá y el sufrimiento de las almas del Purgatorio.

La Iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio se construyó gracias al padre Vittore Jouet, fundador de la asociación del Sagrado Corazón de Jesús para el Sufragio de las almas del Purgatorio. El museo ocupa lo que antes era una capilla consagrada a Nuestra Señora del Rosario. El 15 de septiembre de 1897 se incendio y, cuando se domó el fuego, los creyentes notaron sobre una pared la imagen de un rostro que se dice es de un alma del Purgatorio. Esto inspiró al padre Jouet a viajar a través de Italia y otros países para buscar otros testimonios sobre las almas purgantes.

Regreso a la página principal
www.corazones.org




PREGUNTAS SOBRE EL PURGATORIO


Objeción: El Purgatorio no aparece en la Biblia.

Respuesta: No se puede descartar la existencia del Purgatorio porque esa precisa palabra no aparezca en la Biblia. Es interesante saber que la palabra “Trinidad” tampoco aparece, y Cristianos, tanto Católicos como no Católicos, creemos en el misterio de la Santísima Trinidad.

Entonces, a pesar de no aparecer la palabra “purgatorio” en la Sagrada Escritura, la realidad de lo que significa este término está bien expresada en la Biblia.

En el Antiguo Testamento, por ejemplo, el Libro 2 de los Macabeos nos muestra que el pueblo hebreo creía en un estado intermedio, ni Cielo, ni Infierno eterno, al narrarnos que después de sepultar a los caídos, los soldados de Judas Macabeo “rezaron al Señor para que perdonara totalmente ese pecado a sus compañeros muertos”. Y no sólo oraron, sino que Judas envió a Jerusalén dinero recolectado entre todos para que fueran ofrecidos sacrificios en favor de estos difuntos. Y nos dice la Palabra de Dios: “Esta fue la razón por la cual Judas ofreció este sacrificio por los muertos: para que fueran perdonados de su pecado” (2 Macabeos 12, 38-45).

Y en el Nuevo Testamento San Pablo también nos presenta el concepto de “Purgatorio”: “El fuego probará la obra de cada uno. Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará pero no sin pasar por el fuego” (1 Cor. 3, 13-15).

Jesús mismo nos da a entender el concepto de Purgatorio en la parábola del siervo despiadado, aquél que pretendió cobrar una pequeña deuda cuando su amo le había condonado una deuda muchísimo mayor. El amo, al enterarse, “lo puso en manos de los verdugos hasta que pagara toda la deuda” (Mt. 18, 34).

Adicionalmente, hablando de la “Jerusalén Celestial”, el Apocalipsis nos dice: “Nada manchado entrará en ella” (Ap. 21, 27).

Esa etapa de purificación que los Católicos llamamos “Purgatorio” es, además, un regalo de la misericordia infinita de Dios, y una señal de esperanza, ya que las almas que llegan al Purgatorio ya están salvadas: la única opción posterior que tienen es el Cielo; permanecen allí el tiempo necesario para ser purificadas totalmente antes de entrar a la visión y el disfrute total de Dios en el Cielo. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica #1030-1032).

Más aún, es un dogma de fe, es decir, de obligatoria creencia por parte de todo católico.


Por otra parte, nos recordaba el Papa Juan Pablo II en una catequesis suya titulada “El Purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios”, que estamos invitados a “purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu (2 Cor. 7, 1 y cf. 1 Jn. 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Nos dijo además el Papa que hay que eliminar todo vestigio del apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa y, precisamente, esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el Purgatorio. (cf. JP II, 4-agosto-1999)

Objeción: ¿Por qué hay que pagar por nuestros pecados en el Purgatorio si ya fueron perdonados en la Confesión?

Respuesta: Al final de nuestra vida en la tierra tenemos tres alternativas: Cielo (felicidad eterna), Infierno (condenación eterna) o Purgatorio.

El Purgatorio es un estado de purificación no eterno, por el cual tienen que pasar las almas que no están preparadas para ir directamente al Cielo. Las almas que llegan al Purgatorio ya están salvadas: luego de su purificación pasan al Cielo.

¿Quiénes necesitan esta preparación purificadora? Aquéllos que mueren en pecado venial y/o aquéllos cuyas almas aún tienen los efectos de los pecados mortales ya perdonados, por lo cual requieren de una purificación. Y esto es así porque al Cielo “no puede entrar nada manchado” (Ap. 21, 27).

El Purgatorio, entonces, es eso: un sitio de limpieza, de purificación, de depuración, para luego poder ver a Dios cara a cara y vivir en El para toda la eternidad, en esa felicidad perfecta que llamamos “Cielo” o “Jerusalén Celestial”.

Es cierto que Dios nos ha perdonado nuestros pecados con nuestro arrepentimiento y con la Confesión sacramental, pero el alma ha quedado -por así decirlo- como manchada. Es como aquella mancha en una tela blanca que no se quita con agua y jabón solamente, sino que necesitamos aplicarle cloro o algún blanqueador especial.

Así mismo es la mancha que dejan en nuestra alma los pecados mortales. Es necesario, entonces, “blanquearla”. Y esa operación de blanqueo o purificación puede tener lugar aquí en la vida terrena o en el más allá.

En el más allá Dios, en su infinita misericordia, nos da la opción de purificar en el Purgatorio, ese estado que como bien enseña San Agustín, es para aquéllos que no mueren tan mal como para merecer el Infierno, pero que tampoco mueren tan bien como para merecer el Cielo.

El Purgatorio se parece también a la purificación por la que tiene que pasar el oro, el cual, recién extraído de la mina, debe ser pasado por fuego para quitar las impurezas que no son oro. Y de fuego habla San Pablo cuando nos dice: “El fuego probará la obra de cada uno ... se salvará pero como pasando por fuego” (1 Cor. 3, 13-15).


¿Podemos purificarnos aquí en la tierra, sin necesidad de ir al Purgatorio?

Sí es posible, esa purificación necesaria que borra los efectos de los pecados mortales también puede tener lugar en esta vida. Los que han llegado al Cielo directamente -los Santos reconocidos por la Iglesia como tales y los santos desconocidos- para poder llegar al Cielo, tuvieron que tener esa purificación durante su vida en la tierra.

¿Cómo es esa purificación? Los que han llegado al Cielo sin tener que pasar por el Purgatorio ciertamente hicieron durante su vida -o por lo menos durante una parte de su vida- la Voluntad de Dios en todo lo que Dios les fue presentando y pidiendo, sin importarles su propia voluntad, sino solamente lo que Dios les pidiera. No significa que ninguno cometió pecado mortal. El caso más resaltante es el mismo San Agustín, quien fue un gran pecador antes de convertirse, pero de allí en adelante se dedicó a cumplir la Voluntad de Dios y a realizar las obras que Dios le fue pidiendo.

Asimismo nosotros, entregados a los deseos de Dios y descartando los nuestros, realizando las obras que Dios nos pide y no las nuestras, acatando los planes de Dios y no los nuestros, de esa manera vamos purificándonos, sabiendo que no somos nosotros mismos, sino que es Dios quien va haciendo esa labor de purificación si nosotros, con nuestra aceptación, vamos dejándole que la haga.

También puede ser que Dios, que es el que sabe cómo nos va llevando al Cielo, desee purificarnos a través del sufrimiento aquí en la tierra. San Pedro habla de esto:

“Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos ... Por esto alégrense, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir varias pruebas. Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego ... hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas” (1a Pe. 1, 3-9)

Ciertamente San Pedro se refiere a los sufrimientos que más tarde o más temprano, a unos más a otros menos, se nos presentan durante nuestra vida. Los sufrimientos, recibidos con paciencia y aceptación, y unidos a los sufrimientos de Cristo, son medios especiales para ir purificándonos aquí en la tierra. Hay que aprovechar esas oportunidades de purificación que Dios en su Sabiduría infinita nos va presentando, con las cuales podemos evitar todo el tiempo o parte del tiempo que nos tocaría de Purgatorio.

Por eso se habla de pasar el Purgatorio aquí en la tierra. Sea aquí o allá, la purificación es indispensable para llegar al Cielo. El Purgatorio es un estado de dolores fuertes y en soledad, y de tristeza inmensa por tener la vergüenza de no poder acercarnos a Dios. Dios nos quiere llevar al Cielo directamente. Entonces, si queremos llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio, debemos aprovechar las oportunidades de purificarnos aquí en la tierra.

Así, las oportunidades de purificación que nos presenta Dios Nuestro Señor a través de circunstancias dolorosas o adversas en nuestra vida deben verse, no como castigo, sino como lo que son: oportunidades de purificación, para disminuir u obviar el Purgatorio.


¿Cómo es el Purgatorio?

Están de acuerdo los Teólogos en señalar que tal vez la pena más dolorosa de la etapa de purgatorio sea la tardanza en poder disfrutar de la gloria de Dios. En el momento en que el alma se separa del cuerpo y se desprende de los lazos de la tierra se siente irresistiblemente atraída por el Amor Infinito de Dios. Por consiguiente, el retraso en poder gozar de la “Visión Beatífica” causa un dolor incomparable a cualquier dolor de la tierra. Ha llegado la hora de ver a Dios, pero al no estar debidamente purificada el alma no puede verlo. En la tierra se buscó a sí misma; ahora busca a Dios y no puede encontrarle por el tiempo que tarde su purificación. (cfr. A. Royo Marín, Teología de la Salvación; Garrigou-Lagrange, La Vida Eterna y la profundidad del alma).

Es deseable, entonces, obviar el Purgatorio, ya que no es un estado agradable, sino más bien de sufrimiento y dolor, que puede ser corto, pero que puede ser también muy largo.



Objeción: No se debe orar por los difuntos.

Respuesta: La oración por los difuntos y el ofrecimiento de sacrificios por creyentes muertos con necesidad de purificación viene dada desde el Antiguo Testamento, en el Libro 2 de los Macabeos.

“Todos se admiraron de la intervención del Señor, justo Juez que saca a luz las acciones más secretas, y rezaron al Señor para que perdonara totalmente ese pecado a sus compañeros muertos. El valiente Judas ... efectuó entre sus soldados una colecta y entonces envió hasta dos mil monedas de plata a Jerusalén a fin de que allí se ofreciera un sacrificio por el pecado.

“Todo esto lo hicieron muy bien inspirados por la creencia de la resurrección, pues si no hubieran creído que los compañeros caídos iban a resucitar, habría sido cosa inútil y estúpida orar por ellos.

“Pero creían firmemente en una valiosa recompensa para los que mueren como creyentes; de ahí que su inquietud era santa y de acuerdo con la fe. Esta fue la razón por la cual Judas ofreció este sacrificio por los muertos: para que fueran perdonados de su pecado” (2 Mac. 41-45).

Respecto de la intercesión de unos por otros, nos decía el Papa Juan Pablo II en esa Catequesis sobre el Purgatorio, que para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13).

Y continuaba el Papa Juan Pablo II:

“Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación (Purgatorio) están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, #. 1032).

“Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.” (JP II, Miércoles 4 de Agosto 1999)

(Catecismo de la Iglesia Católica #1030, 1031, 1032, 1054).

No hay comentarios: